A veces me quedo tanto en los nombres que me olvido de ir más allá. Les doy vuelta, los miro, los peso; me los acerco a la cara hasta que se tornan borrosos, los alejo. Dedico tanto tiempo a estos rituales que tal vez no llego a ver nunca la cosa en sí, solo me quedo en cómo se llama y por lo tanto, en qué es. Establezco una relación directa entre el nombre de algo y su función, su utilidad, mis expectativas. ¿A todo el mundo le pasa igual?
Merodeo la superficie de los nombres como un territorio anexo a lo que refieren, que es la cosa: un resumen, un título. Como si el paratexto tuviera categoría de sustancia, como si pudiera darme todo lo que necesito saber, como si al acto de nombrar no le hiciera falta la experiencia.La solución: convertirse en verbo.
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