martes, 6 de julio de 2010

Cuando cae la tarde

Escribía esa noche, porque se había sofocado de tanto pensar. Escribía como una confesión. Vomitaba las palabras como si así, lo que pensaba, lo que había pensado, no le pesara tanto en la conciencia. No podía hablarlo con nadie, era imposible que alguien entendiera lo que aquella tarde había pasado por su mente. Y no sólo pasado. Los pensamientos, que no la sorprendían por primera vez, habían hecho nido, y habían crecido sin parar. No pudo hacer nada para detenerlos, sólo mirar como su cabeza fuera de todo control, ya tenía armado un plan, de principio a fin. ¿Qué haría el cuerpo cuando llegara la hora de la ejecución?

Un sudor frío corría por sus sienes; las manos temblaban, era imposible disimularlo. Los cigarrillos, las lapiceras, los vasos, el agua, todo ponía un reflector sobre sus manos temblorosas. Aunque quizás, nadie lo viera, ojalá. "Si lo pueden ver se van a dar cuenta de lo que estoy pensando, pero no quiero pensarlo...es que no puedo evitarlo". Pensó entonces que le había bajado la presión. Si la pregunta llegaba, no tendría que dudar y pensar qué decir. Tendría la mentira preparada, en la punta de la lengua, como un arma, como una verdad.

La situación era insostenible, decidió irse de la oficina sintiendo que se había creído tanto su mentira, que ahora realmente la presión bajaba. Sus piernas no parecían los suficientemente fuertes para sostener su peso y el corazón...como un corredor llegando a la meta, parecía sobreexigirse en cada latido, uno más, otro, y ella los escuchaba como si su propia cabeza estuviera en el pecho, como un eco lejano de algún ruido no del todo definido; y en su cabeza, toda la sangre que el corazón no alcanzaba a distribuir, agolpándose en cada recoveco. Casi podía sentirla bullir, fluyendo, caliente, llegar a los ojos que se estremecían en espasmos, humedeciendo la naríz a punto de sangrar, en los oídos, zumbando. No supo cuántas cuadras había caminado cuando por fin, se detuvo.

Habían pasado sólo 10 minutos, eternos. Parecía incluso que ya empezaba a oscurecer. Tardo algunos segundos en recordar lo que era apenas pasado, ¿cómo había llegado allí? El dolor de sus propias uñas clavadas en sus manos la obligó a liberar los puños cerrados por quién sabe cuánto tiempo. Ahora, extendidas, ya no temblaban. Recordó lo que nunca había olvidado en realidad, con la crudeza de la decisión tomada, con la frialdad que parecen requerir estos casos. Porque aunque su sangre hubiera vuelto a su ritmo normal y ya no hubiera sudor en sus sienes, aunque sus manos hubieran dejado de expresar el miedo que le causaba saber que no podía hacer nada por evitar lo que iba a suceder, irremediablemente...En fin, como si fuera otra y no ella quien lo hubiera decidido, sabía, ahora sabía, que había decidido matarlos. No había otra opción.

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