martes, 6 de julio de 2010

El cuarto cuadrado

En un pequeño cuarto de techos altos y gruesas paredes, por las que no penetraba el sonido, sentada en un sillón sin respaldo ni apoyabrazos, al centro de la habitación, estaba ella. Acurrucada, agarrando sus piernas fuertemente con sus brazos, y con su cabeza mirando levemente a su derecha. De fondo se escucha un piano, y su cara parece seguir el ritmo de las notas, iluminándose y apagándose acompasadamente. Pero no, no es más que el juego de las luces del fuego que ilumina toda la sala. Que ilumina y oscurece, pero sobre todo, deforma. Porque sobre las paredes blancas, su figura acurrucada es enorme, y es a veces un ser oscuro, peludo y deforme, a veces; el perfecto recorte de la silueta de una mujer gordita. Y el piano, que parece monstruoso en la pared de frente al fuego, es un simple piano negro al otro lado de la sala.

Esta sala, ahora poblada de luces y sombras fantasmales, es otra cuando la baña el sol. Es un perfecto cuadrado, de 5 metros de lado, pero, vacía como está, parece mucho más grande. Nos da la bienvenida una enorme puerta de madera, que cruje levemente al abrirse. En cada una de sus hojas hay un ángel regordete, renacentista, que nos indica con sus manitos el camino al picaporte, que emerge de la oscuridad redondo, brillante, helado. Los ángeles se forman con diferentes piezas de vidrios de colores. La luz que pasa a través de ellos tiñe la mano que se posa en el picaporte, dispuesta a entrar.

Gira el picaporte, cruje la puerta y adentro, un pequeño mundo vacío que nos permite llenarlo con lo que queramos. Lo primero que vemos es el sillón donde ahora ella está acurrucada, ubicado en el epicentro de la habitación. Es de un color rojo profundo, casi morado. El color del fuego que lo ilumina, y el terciopelo, material del tapizado, hacen que el color sea, aún, más vivo. Supongo que por eso, decidieron ponerle un marco dorado. Para atrapar ese rojo sangre, para decirle a quien lo ve que no es real, para detener la irrigación y evitar que el cuarto entero se llene de roja sangre aterciopelada. Y que se arruinen los pisos.

Los pisos siguen a quien camina por encima de ellos emitiendo sonidos raros, chillando, gimiendo. Si desde afuera, al otro lado de la puerta, alguien mira a una persona caminando por los pisos de madera del cuarto cuadrado, sin dudar podría decir que aquellos pisos, sufren cuando los pisan, lloran si caminan sobre ellos. ¿Quieren acaso, que el cuarto siempre esté vacío?

De cualquier modo, en el cuarto cuadrado, no hay casi nada. De frente a la puerta de entrada, y detrás del sillón rojo sangre, hay un hogar que siempre está encendido. No se sabe quién corta la leña, ni quién alimenta la lumbre, pero nunca falta el fuego en la habitación. Aunque esté vacía, no hace frío. Sin embargo, no vive en ella el calor de un fuego constante. Parece como si, de algún lugar que no vemos, una helada corriente de aire viniera a mantener la temperatura promedio de la habitación en 20 grados. Ese frío que nos recorre la columna vertebral al entrar, indefectiblemente, y nos eriza la piel de los brazos y las piernas, tiene que ver con pensar, sin poder evitarlo, que si ese fuego no ardiera permanentemente, sin descanso, hubiéramos muerto de frío al entrar.

De pie en la puerta de entrada, en la línea que divide un espacio del otro, las luces se mezclan. La iluminación del pasillo que lleva al cuarto cuadrado, ahora a nuestras espaldas, hace que nuestra sombra, de frente a nosotros, crezca deformada, delgada y desproporcionada, temblando a veces por alguna ráfaga traviesa que hace oscilar la lámpara del pasillo, hasta que nuestra cabeza se quema con las llamas del hogar, que arden implacables.

Cuando damos un paso dentro, y la puerta cruje, cerrándose detrás de nosotros, la sombra corre y se oculta detrás, como si se escapara de alguien. A medida que nos adentramos en la habitación, la sombra se hace cada vez más pequeña, como si a cada paso, se metiera un poco más dentro nuestro, para ocultarse.

A la izquierda del hogar, es decir, a nuestra derecha, el piano que suena, descansa inanimado. Sin embargo, es innegable que lo que suena es el Concierto número 1 de Tchaikovsky y la leve vibración del piso indica que es ESE piano que nadie toca el lugar del que salen los sonidos.

¿Sería correcto acercarse, caminar hasta estar frente a frente con el teclado, para que fuera inobjetable la realidad que ya se presiente; y entonces la incertidumbre fuera certeza, y la certeza en forma de tenazas, aprisionara mis piernas, atornillándolas al piso; y a mis brazos, pegándolos al cuerpo, convirtiendo todo en un macizo bloque inerte y sin reacción?

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